5.23.2006

Camina en Silencio. Aléjate en Silencio.


“...Un abismo que permaneció tras la creación, un circo completo con todos los idiotas, cimientos que permanecieron tras las eras, ahora desgarrados en sus raíces. Más allá de que todo esté bien está el terror, cuando la violencia regresa por una buena razón, es inútil volver a la última posición: corazón y alma, uno arderá…”
Ian Curtis (1956 -1980).
“Tengo el espíritu, pero perdí las emociones”, bramaba en el primer disco de Joy Division. El alma de la agrupación británica trabajó en un hospital de enfermos mentales para robar drogas y condujo al punk hacia una habitación ártica, cerrada y oscura. Hace 26 años, el hombre que reemplazó el lema “jódete” por el “estoy jodido” se colgó del techo de su casa. Fue la indomable voz de Iggy Pop y no el silencio, el soundtrack del suicidio de Ian Curtis hace 26 años. Si el aullido punk lo había salvado, era lógico y necesario que también le brindara un abrazo apretado al final, cuando la idea que lo perseguía en camarines, pruebas de sonido y el lecho junto a Deborah Woodruff, su esposa, se materializó en la soga encontrada en algún rincón de su casa en Macclesfield, Cheshire, norte de Inglaterra. Después de escribirle una carta pidiéndole perdón por sus infidelidades, subrayó una película de Herzog que iban a pasar por televisión y dejó corriendo el disco “The idiot”. Su chica lo encontró tendiendo en la cocina. El LP hacía mucho que había dejado de sonar y un nuevo miembro ingresaba al selecto club integrado por Brian Jones, Jimi Hendrix, Nick Drake o Tim Buckley. Faltaba una década para Cobain. Y dos para Elliott Smith. Todos ellos varones sensibles, con paredes de amplificadores dentro del pecho y la realidad nublada y rutinaria allá fuera; dos universos en fatídica colisión. ¿Sería tan importante Curtis si no hubiese dejado un cadáver hermoso? Porque hoy todo nos recuerda a él: Ahí lo contemplamos, siempre en blanco y negro, con su camisa de niño bueno, su impecable corte de pelo y sus ojos al borde de la locura. Pero, definitivamente, la principal razón para extirpar inútiles debates casuísticos es una colección de canciones que si te encuentran desprevenido pueden empujarte por escalones que muchos pisaron pero que pocos regresaron para contar lo que vieron. Llámenlo postpunk, pop siniestro, gótico, industrial. Lo cierto es que Joy Division, con apenas dos discos oficiales -“Unknow pleasures” (1979) y “Closer” (1980)-, nos enseñó aquella pieza oscura y fría al final de la escalera. ¿Cómo? Definiendo un sonido que -aunque alimentado del Bowie modelo “Low”, The Velvet Underground, Sex Pistols, la vanguardia electrónica alemana o del mismo Iggy Pop- creció y maduró por exclusiva responsabilidad de Bernard Summer (guitarra), Peter Hook (bajo) y Stephen Morris (batería). Ellos -que terminarían creando clásicos tecnopop y usando esas horribles zapatillas adulto joven bajo el nombre de New Order-, junto a Curtis supieron expandir los límites de la canción punk esculpiendo claustrofóbicos ritmos y atmósferas, quitándole protagonismo a las guitarras para dotar a cada instrumento de un papel creativo, extrayendo nuevas armonías a los mismos viejos acordes de siempre. Conquistando territorios vírgenes tanto líricos como musicales. El futuro había llegado. Y era una habitación húmeda, donde el eco te devolvía todo lo que gritabas. Pero al menos, podías bailar en ella mientras todo se caía en pedazos. Porque Curtis intuía que el baile era una buena respuesta. Especialmente cuando no se entendían las preguntas. En sus conciertos aprovechaba el novedoso concepto rítmico de la banda -lento pero rápido- para agitar las manos y moverse como si vomitar letras apenas bastara para espantar sus miedos. ¿Y qué decía él? : “Ninguna canción es sobre muerte y fatalidad. Vienen más bien de la confusión, porque no sé bien lo que quiero. Aunque ahora me siento bien. Al fin estoy haciendo lo que quiero hacer”. Es que las emociones de Curtis terminaron respirando en sus grabaciones hasta dejarlo completamente vacío y superado por los laberintos de su enfermedad. La habitación a la que llegó -y nos invitó a entrar- era tan oscura que él mismo se perdió de vista. Era el 18 de mayo de 1980. Nada de apologías al artista sufrido o el nacimiento de un nuevo mito del rock and roll; menos, un lamento funerario. Sólo las canciones. Porque al final, lo único y definitivo que nos queda es la música...

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